Me recuerdo que después de la
segunda vez que probé un acido, se me ocurrió la idea de que si todo el mundo
tomara uno, este mundo sería diferente. Lo curioso fue darme cuenta que el concepto no era nada novedoso, me
empapé del tema. Therence Mckenna, Timothy Leary, Aldous Huxley, abrían por
primera vez las puertas a otras posibilidades, realidades sensoriales. Sentir
que sentía por primera vez, o talvez virginalmente sentir otra cosa fuera de la
ira, del rencor, del resentimiento a una sociedad de dobles morales y sus
profundos abismos sociales, la república banalnegra de la United Fruit Continent. Estaba perdido o más bien había perdido la esperanza y sentía
que ya no tenia nada más que perder y si bien esta no es una apología a las drogas, debo reconocer que son parte importante de esta historia.
La primera vez fue una terrible experiencia en el infierno de
sensaciones abstractas. Sobreviví y desperté como si hubiera atravesado un
laberinto en cuyo trayecto se fueron disolviendo todas las cosas que yo daba
por sentadas. La segunda vez la
travesía se vio marcada por una increíble y grata coincidencia: reencontrar al
primer amigo que tuve en la vida justo cuando empezaban los efectos. Brotaron
lagrimas, sonrisas, abrazos, el resto de la noche se convirtió en una
revolución de amor, el mundo estaba celebrando la vida. Nos juntamos muchas personas a celebrar
alrededor de una fogata frente al lago de los tres volcanes, dando la bienvenida a todos. Las guitarras y las voces
fluyeron, se sembraron semillas de nuevas amistades y por unas horas vimos el mundo estallar de jubilo porque el
universo estaba vivo y vibrante. El verdadero viaje estaba por comenzar.
Poco tiempo después dejé la universidad y de manera
quijotesca me embarqué en el mundo de la música. Conocí a otros desadaptados y
me dí cuenta de que no estaba solo,
era toda una generación de jóvenes que atestiguaba el final de la
guerra. Vimos injusticias, algunos fuimos injustos con otros y nos vimos todos como en un espejo. Parecía
que por primera vez no importaban las ideologías, las clases sociales o la manera
de vestir aunque todos nos vestíamos mas o menos igual. Fue la era del grunge y
aquí era como licuar a un punk y un hippie en una sustancia sicodélica. De pronto un lago y un café eran
pequeños oasis en donde por un rato uno podía ser uno mismo con los demás.
Queríamos ver el mundo, dejamos la seguridad de la casa de los
padres y nos mudamos a Atitlán. Vivimos de tocar por sombrero, por comida, por
cervezas, pasamos hambre y alguna
vez robamos una mazorca o compartimos un quetzal de pan entre cuatro, pero lo
mas importante, éramos felices, o más bien empezábamos a conocer la felicidad y
esta nos recibía con los brazos abiertos. Ni siquiera pretendíamos querer ser
artistas, solo queríamos cantar, pintar y escribir los múltiples universos que
empezábamos a explorar. Conocimos gente de todo tipo, el mundo llegaba a
nosotros y nosotros viajábamos a dedo.
Nos autoexiliamos y en esos días, un amigo llego de visita a nuestro jardín
de los niños perdidos en Atitlán. Fascinado nos propuso hacer lo mismo pero en
la ciudad y de manera conciente, buscar un espacio para las expresiones
jóvenes, un colectivo. Así se
buscaron inquilinos para alquilar esa casona en el centro que alguna ves había
sido sede de un pequeño colegio. Eran ocho cuartos, y por supuesto, la mayoría
de nosotros no sabia que estábamos haciendo y talvez de algunos, habría solo un
par capaz de generar el dinero de
manera estable para la renta.
Ahí discutimos, intercambiamos filosofías, organizamos
fiestas y otras se organizaron solas. La música, la pintura y la poesía fluyeron
tanto como las sustancias prohibidas y el alcohol. Era nuestra manera de terapia social, nos contamos nuestras historias,
las confesiones, reímos, lloramos, medimos los zapatos ajenos y nos dimos un
abrazo. Toda una generación de artistas paso por ahí. Algunos huían
escandalizados, otros encontraron un espacio para compartir, para romper
paradigmas, otros talvez solo llegaron por las drogas, pero nadie salió igual
de esta experiencia, quizás para muchos de nosotros una de tipo espiritual. Tuvimos
la revelación de que las cosas nunca volverían a ser las mismas y que además
haríamos todo lo que estaba en nuestras
manos para que así fuese.
Éramos los hijos de los militares, los huérfanos de la
guerrilla, los vástagos de una clase media que surgía entre fuego cruzado, los
niños de la calle y los frutos de la decadencia colonial en desencanto. Hastiados
de la hipocresía de la autoridad y de ver correr sangre, solo teníamos en común
ser humanos y nacer en la misma época, en el mismo país; unas enormes ganas de
romper las reglas, soñar y amar. Descubrimos la paz a la par de la tolerancia,
la ternura y el arte. Le apostamos a la revolución mental.